Un encuentro. Leticia Feduchi
Durante mucho tiempo, bastante más que el que recordaba Marcel Proust haber estado acostándose temprano, recorrí caminando la misma calle para dirigirme al trabajo. No obstante, y con todas las distancias, se trataba de algo muy parecido: la vida encabalgada sobre el raíl de la costumbre y, por eso mismo, inadvertida.
Proust recordaba, además, lo pronto que caía en el sueño, para muy poco después despertar de nuevo, recobrando entonces, tras unos momentos confusos, una visión limpia y desnuda en la oscuridad. Por mi parte y durante aquel trayecto, apenas veía nada; mejor dicho, no miraba nada, mi atención iba prendida de mis pensamientos y de las imágenes del pensamiento, como si todo alrededor, las tiendas, cerradas a esa hora, los coches, las caras que se cruzaban enrojecidas por el frío, hubiera quedado reducido a una bruma de presencias fugaces, sin cuerpo, en el limbo irrecuperable de lo desapercibido.
A mediados o finales de los años 90, en esa calle, un poco más abajo de donde se encuentra ahora la galería Fernández Braso, los mismos propietarios mantenían otra, la pequeña sala Juan Gris, donde vi por primera vez pinturas de Leticia Feduchi. En el escaparate, con el local a oscuras a aquella hora temprana, las cosas pintadas, seguramente frutas o flores, emergían como de alguna profundidad, con un brillo y una firmeza que alrededor, en la umbría gris de la calle, no existían. No me detenía, pero durante un buen rato la impresión de aquellas pinturas luminosas y nítidas permanecía viva mientras seguía caminando y se puede decir que me acompañaba.
Un poco más adelante, todavía en las primeras páginas de À la recherche…, dice Proust que, ya plenamente despierto, parecía que “el ángel bueno de la certidumbre había inmovilizado todo lo que me rodeaba…”. La inmovilidad de las cosas y nuestra propia certidumbre de ellas, van de la mano. El resto es tiempo, movimiento, fuga, podríamos decir más o menos proustianamente. Retener lo que se va es un arte, es en buena medida el gran deseo del que nace el arte, la ilusión que sueña, contra toda evidencia, que nada se pierde.
Sin embargo, ese empeño —mucho más evidente en los pintores que practican figurativamente el arte de la pintura— no consiste propiamente en retener lo que está condenado a perderse, sino en recrearlo, o en crearlo, sin más. Desde aquel descubrimiento de la calle Villanueva, en Madrid, las pinturas de Leticia Feduchi no han cambiado demasiado. Quizá todo se ha ido depurando, cada vez más concentrado y más desnudo, reducido al puro acontecimiento en el que las cosas llegan a hacerse presentes. Esa esencialidad fraterniza por un lado con la abstracción, a la que por lo demás Leticia nunca ha sido ajena; están algunas telas, por ejemplo, reunidas en un buqué de distintos colores, sin más sentido que su presencia en medio del vacío, formando un mosaico. Telas a las que es una tentación llamar evocadoramente drapeados, una palabra desusada. Un bol con mandarinas lleva por título Mandala, transmitiéndonos el testimonio de esa frontera con la abstracción en la que, sin embargo, las realidades concretas han aflorado a la conciencia de la pintura.
Hubo otros momentos —como cuando trabajó en el Garraf, hace años— durante los que pintó lienzos de bastante tamaño y, por decirlo así, muy poblados de objetos: panes, piedras, trozos de madera, ramas y tallos vegetales…, con su atmósfera precisa, la luz, la hora de cada día. Eran composiciones casi abigarradas, barrocas. Pero no ha sido lo más frecuente durante su ya larga trayectoria. La especie de realismo mágico de sus comienzos también ha desaparecido —una mesa roja, junto a una silla, siempre me ha hecho recordar a Feliu Elias—. Ahora, en sencillos cuencos, o en el puro aire, despiertan a la evidencia manzanas verdes, granadas, unos limones, unas rosas frescas y otras envejecidas… No hay nada que pueda distraer de su clara visión, despojada del tiempo y el espacio; se podría decir que finalmente las cosas han sido salvadas de esas dos dimensiones amenazantes.
Creo que aparición es por lo demás la palabra apropiada a la descripción de lo que ocurre en las pinturas de Leticia Feduchi. Las cosas y los seres surgen —tras su viaje desde un fondo limoso en el que quizá existían confundidas— en la delgada lámina de una superficie, un poco como el rostro que se acerca a nosotros por el otro lado de un cristal o un reflejo que alcanzara la piel del aire después de haber dormido en la turbiedad de un estanque. Aparecer, surgir, emerger… Todo llega a la presencia y la pintura atestigua del momento en el que percibimos, como por milagro, su rotundo cuerpo material, como si fuera ese —y en un cierto sentido lo es— el instante preciso en el que su ser de carne o pulpa se manifiesta.
Entre los pintores y pinturas por los que Leticia se ha sentido siempre acompañada hay muchos del presente y del pasado (Durero, Van Eyck, Meléndez…, aunque también Matisse, Vuillard, Helen Frankenthaler…), pero su denominador común se ve pronto que tiene que ver con la representación de la materia, con la recreación de su rica sustancia. Aun así, su preferencia por los pintores contemporáneos de Londres quizá haya estado por encima de las otras: sobre todo Lucien Freud, también Paula Rego, Frank Auerbach, Avigdor Arikha, la pintura palpable, tangible, de todos ellos. A la vista de sus paisajes siempre me vienen a la memoria los de Arikha, ásperos, secos, hirsutos y al mismo tiempo tan perfumados como las lomas de una sierra desde la que se ve, a lo lejos, el Mediterráneo.
Al recordar a Freud, cuyas pinturas, como las de Antonio López, le acompañan desde los años 80, ella habla de «construir la materia» y, más o menos cézannianamente, de «pintar el motivo, o el objeto, sus límites hacia adentro». Es una lección aprendida: la concentración en la cosa, y también la distancia que la propia visión establece con su vida intocable. El magnífico retrato reciente de Alba, que vemos ahora, su pintura diluida sobre la madera, hace recordar otros retratos suyos en los que la carnalidad de Freud se hacía más presente que ahora. No obstante, esa afinidad se mantiene todavía en otro aspecto incluso más importante que esa, diríamos, epifanía de la carnalidad. Me refiero a la especie de estupefacción que se diría paraliza a los retratados, sorprendidos por nuestra mirada, algo completamente opuesto a la tendencia al posado que es lo más habitual en los retratos de cualquier pintor.
Algo veneciano, también. Está el color y su fulgor espléndido, también su agotamiento y su caída. Muchas veces ese del color es todo el acento mediante el que las cosas son reveladas, como si hubieran sido reducidas al elemento más suntuoso de su sensorialidad, o al más melancólico. Un pintor tan veneciano como Ramón Gaya decía en uno de sus ensayos que la pretensión de capturar la realidad viva mediante la completa reproducción de todos sus detalles está condenada al fracaso, mientras que —la palabra es muy de Gaya— uno sólo de sus acentos (el brillo oleoso del sol de atardecer, el resplandor de la luz al atravesar el vaso de agua) es suficiente para expresarla.
Esa mirada selectiva es capaz de evocar, mediante el solo tacto, la totalidad de las cosas. Aquella clara y casi descarada limpidez que comenzó por atraerme hace tanto tiempo a las pinturas de Leticia, ahora sé que no era sólo visual; había —y hay, más esencialmente que antes— algo corpóreo que desde las frutas o las telas convoca a los dedos, a las manos, a una experiencia de su materialidad más profunda. Queremos tocar lo que vemos, y en ese deseo hay un anhelo de plenitud. Las telas que ahora se arrugan sobre superficies invisibles (a las que sin embargo dan forma) no son indiferentes; del terciopelo a la seda no sólo hay contrastes de densidad y peso, sus distintas sustancias las distinguen, tanto como una diferencia de respiración. El tacto es el sentido —en algún lugar se refiere a eso Aristóteles— que con absoluta integridad atestigua de la realidad carnal de la vida. Somos piel, cuerpo entre cuerpos, carne que se estremece al contacto con el mundo.
También los fondos han ido desapareciendo, nada sustenta las cosas, ningún apoyo las sostiene. Su aparición nos llega a veces con un temblor dubitativo, los trazos del carbón que permanecen sobre la imprimatura declaran la imposibilidad de retener la vida en una representación cerrada como una jaula. No hace demasiado tiempo, el Museo Nacional de Escultura, de Valladolid, dedicó una exposición al uso que los artistas de cualquier época han hecho de lo inacabado, se titulaba Non finito, una expresión frecuente en los antiguos tratadistas. A ese recurso acudieron con frecuencia los pintores del siglo XIX —las pinceladas que al alejarse del motivo central renunciaban a cubrir la imprimación del fondo, el dibujo a medio esbozar…—, pero todo eso se convirtió en una especie de coquetería. En las pinturas de Leticia, por el contrario, esa renuncia tiene una razón consustancial. La mano vacila, quisiera «construir la materia», pero sin vulnerar su libertad. Las cosas no son nuestras. El pincel avanza con cuidado de no dañar, el carbón titubea y deja la huella de sus tentativas y de su cuidado por no perturbar la naturaleza viva.
El estudio está en el barrio de Gracia, es una calle sin ruido. Es gustoso trabajar cuando apenas pasa nadie por afuera, los fines de semana el rumor de la ciudad ha desaparecido. El silencio alrededor, la serenidad, stilleben. El vago silbido del pincel al deslizarse. En la mirada de Leticia Feduchi desemboca la historia de una entera familia dedicada a la arquitectura, al diseño, un apellido ilustre en esos campos prestigiosos. Hay una estupenda foto en color que le hizo Català-Roca en la que aparece (ella también) con una mirada sorprendida, entre pinturas, como si una onda fraterna la hermanara con ellas. Rafael Moneo, Álvaro Mutis, Eduardo Mendoza… le han dedicado algunos escritos. Su nombre, no obstante, ha permanecido lejos de los circuitos más convencionales en los que el arte de nuestro tiempo se reconoce a sí mismo, obsesionado por la sincronía. Ser pintor tradicional es difícil, como la transgresión de un tabú. Contrariamente a lo que se piensa, es algo que comporta una invención y la audacia de mantenerse firme en medio del tsunami. El silencio del estudio, inundado de luz, la calma del trabajo: eso es lo que único que importa mientras a lo lejos todo parece ser llevado de aquí para allá y desvanecerse muy pronto.
ENRIQUE ANDRÉS RUIZ
