Me encontraba encerrada con mi hijo adolescente en el piso de alquiler de la calle Ribes, donde vivimos desde hace catorce años. Hacía mucho que no pasábamos tanto tiempo juntos. Él decidió sumergirse feliz en los videojuegos, mientras yo, incrédula e ingenua a la vez, pensé que aquella biodictadura no duraría más de tres meses.