En el marco del ciclo Temporals, el programa itinerante del ICUB que busca acercar el arte contemporáneo a los barrios de Barcelona, hablamos con Nathalie Rey sobre su exposición Vivir bien, morir bien. La artista nos invita en esta muestra a reflexionar sobre nuestra relación con la muerte, entendida no como un final trágico sino como una parte inevitable y necesaria de la vida. A través de esculturas, instalaciones y objetos que transforman lo cotidiano en metáforas de fragilidad y renacimiento, Rey propone un viaje poético que une reflexión, belleza y conciencia ecológica.
En tu proyecto hablas sobre la diversidad de rituales funerarios que existen en distintas culturas. ¿Qué prácticas te han sorprendido más y qué crees que revelan sobre nuestra relación con la muerte?
Cuando llegué a Estambul me llevé una sorpresa enorme. Yo venía de investigar sobre España, Francia y Alemania, donde las diferencias son interesantes pero en general las prácticas son bastante homogéneas. Desde mi contexto occidental, y en particular francés —es en Francia donde se ha inventado y normalizado prácticas muy tóxicas como la tanatopraxia—, nunca me había imaginado que pudiera ser legal enterrar a alguien sin ataúd. En cambio, en la tradición musulmana es lo contrario: está prohibido el ataúd, el cuerpo se envuelve en un sudario y se deposita directamente en la tierra. Y eso en una ciudad de veinte millones de habitantes, con cementerios inmensos en pleno centro urbano. Me impresionó mucho, porque ahí entendí hasta qué punto en Europa funcionamos con prejuicios sobre la muerte. Y me di cuenta de lo útil que puede ser abrir una conversación sobre algo tan elemental como volver a la tierra.
¿En qué momento tomas conciencia de la deshumanización de los procesos funerarios actuales? En algún momento mencionas cómo la pandemia marcó un antes y un después y limitó drásticamente los rituales de despedida, ¿cómo influyó esa experiencia en tu manera de pensar el duelo?
La pandemia fue un choque muy fuerte porque de repente vimos qué pasa cuando no hay rituales, ni siquiera los más mínimos. Mucha gente se quedó sin despedirse, y ese vacío pesa mucho. Al mismo tiempo, hablando con personas del sector entendí que tampoco todo es negativo: entrevisté, por ejemplo, al dueño de una antigua fábrica de ataúdes, y él veía el valor de un servicio “llave en mano”, que libera a la familia de trámites y logística para poder concentrarse en lo afectivo. El problema surge cuando el negocio está en manos de grandes grupos que buscan abaratar costes, precarizan todo el sistema y homogeneízan los productos y servicios. Todo esto conduce a una despersonalización de los ritos y a dificultades para imaginar otras prácticas posibles, por ejemplo más respetuosas con el medio ambiente. Entonces, para mí la pregunta ya no es tanto si necesitamos a las funerarias, sino cómo podemos, dentro de una sociedad de mercado, recuperar pequeños gestos y decisiones personales que nos devuelvan la humanidad por encima del papel de consumidores.
También hablas de la falta de educación que tenemos sobre la muerte. ¿Qué aprendizajes deberíamos transmitir desde la infancia para naturalizar este proceso?
Más que “aprender” algo nuevo, creo que se trata de no olvidar lo que siempre fue natural: vivir y morir en comunidad. Hoy todo está más higienizado, más escondido, y simplemente no hablamos del tema. Me di cuenta cuando empecé a contarle a mi familia sobre este proyecto. Un día estábamos charlando y mi abuela, que tiene más de noventa años, nos interrumpió y preguntó: “¿Entonces puedo elegir yo misma mi ataúd?”. Ahí entendí que lo importante no es tanto transmitir conocimientos técnicos, sino abrir espacios para hablar sin miedo. No se trata de enseñar a morir, sino de no dejar la muerte fuera de la conversación.
En tu obra criticas cómo la muerte se ha convertido en un negocio con un gran impacto ambiental, y propones volver a la idea de devolver el cuerpo a la tierra. ¿Qué alternativas sostenibles ves posibles hoy en día y qué cambios de mentalidad necesitamos para dejar atrás los llamados “cementerios de hormigón”?
Estamos en un buen momento para replantear hábitos porque la conciencia ecológica crece cada vez más. Existen ya opciones que van en esa dirección: desde los bosques memoriales hasta las urnas biodegradables, pasando por el compostaje humano que se practica en algunos lugares de Estados Unidos y Canadá. Y en países como Francia, incluso se han aprobado leyes —como la ley Labbé que prohibe pesticidas en los cementerios— que obligan a cambiar las prácticas. Al final se trata de algo muy simple: pasar del cemento al bosque, del ataúd barnizado a un cuerpo que vuelve a la tierra.
Y ya para terminar, en un tema tan íntimo y tabú como el de la muerte, ¿qué papel crees que juega el arte para abrir conversaciones colectivas sobre cómo queremos vivir —y morir— mejor? Y en tu caso concreto, ¿cómo se traduce esa reflexión en tu práctica artística y en las decisiones materiales o conceptuales que tomas en tus obras?
Hoy en día creo que la colaboración es fundamental en las prácticas artísticas, sobre todo cuando se trata de abrir conversaciones sobre temas tan íntimos como la muerte. El arte crea un espacio distinto: no es un debate político ni un discurso religioso, sino una experiencia sensible que permite hablar de lo que normalmente callamos. Y creo que ahí está su fuerza, en hacernos imaginar juntos otras formas de vivir y de morir.
En mi caso esa reflexión se traduce sobre todo en dos decisiones muy concretas. La primera es el uso de materiales naturales y lo menos contaminantes posible, algo que ha supuesto un verdadero reto para mí porque en otros proyectos suelo trabajar con recursos muy distintos. Aquí, por ejemplo, he recurrido al papel o al cartón, materiales frágiles y efímeros para un contexto expositivo, pero que me permitían insistir en la idea de ciclo, de transformación y de retorno a la tierra. La segunda es la dimensión performativa, con la obra El Cuerpo que pasa, donde sentí que no había otra manera de hablar del cuerpo como materia orgánica que implicando directamente el mío propio. Era la forma más literal y a la vez más sincera de abordar esta cuestión. Y, a diferencia de otros enfoques artísticos que trabajan la muerte desde lo emocional o el duelo, mi interés principal ha sido continuar mi investigación sobre el consumismo y trasladarla a este terreno: cuestionar también cómo los mecanismos del mercado se infiltran en un momento tan íntimo como la muerte.
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APROPOS son contenidos a propósito de alguna cosa que sucede en nuestro contexto artístico. En esta ocasión, colaboramos con el Instituto de Cultura de Barcelona en la difusión del ciclo Temporals 2025-2026.
Fotografías (por orden): Gülbin Eriç, Josechu Tercero i Roman Poliakov.