¿No deberían sonar igual todos los silencios?. Ana Monsó
Vivimos en un tiempo donde el ruido parece haberse convertido en el pulso de la sociedad. El ruido, tecnológico, ideológico y emocional, impregna casi todos los espacios de nuestra experiencia. Entre las notificaciones digitales, los discursos estandarizados y la producción constante de imágenes, el silencio parece un lujo o una anomalía. Es en este contexto del exceso, donde la obra de Ana Monsó emerge como un acto de necesidad: una búsqueda obstinada del silencio como portal a otros encuentros.
El silencio, para la artista, no es la ausencia de sonido, sino la presencia de algo más profundo, un territorio de escucha donde el pensamiento se detiene y la percepción se expande. Desde esa pausa esencial, la pintura se revela como un lenguaje emocional donde refugiarse, un arte nacido del silencio para el silencio.
Monsó aborda su trabajo abandonando cualquier intento de representación o discurso ideológico. Su gesto pictórico es un acto de liberación. Cada mancha, cada color, emana sin pasado, sin pretensión de decir o demostrar nada. No hay teoría ni mensaje que condicione la obra; hay, en cambio, una entrega al instante, al presente que se hace visible en el lienzo.
Sus obras —de gran formato, envolventes, abiertas— no buscan llenar, sino vaciar. En ellas, lo no pintado adquiere el mismo valor que lo que aparece. La artista trabaja desde la ausencia: lo que falta, lo que se retira, lo que calla. La pintura se convierte así en un espacio donde el silencio se materializa, donde el color habla de lo que el ruido no puede decir.
Los títulos de las piezas —Silencio, Todo aquello que rodea el silencio, Ritmo del silencio, Después del silencio, Ligereza del silencio, Narrando el pasado— configuran un vocabulario íntimo de quietud. Cada uno sugiere una variación de la misma idea: el silencio como ritmo, como ingravidez, como relato sutil de una sinfonía invisible.
En cada lienzo, los colores y las manchas conviven en equilibrio, sin jerarquías ni conflictos. No hay correcciones ni superposiciones: todo se integra con naturalidad, como si cada trazo encontrara de antemano su lugar. Nada falta, nada sobra. Guiada por una lógica de armonía interior, Ana Monsó imprime en la materia una belleza serena, de resonancia ética y emocional. En ese proceso, la artista busca, construye y ofrece al espectador una forma de reconciliación, un espacio donde el ruido cesa y emerge la escucha.
El silencio que propone Monsó no es vacío de sentido. Es una puerta abierta. Tal vez una puerta social, si entendemos que sólo cuando el ruido disminuye el diálogo se hace posible. Tal vez una puerta trascendente, si ese silencio nos conduce a un encuentro con nuestro yo más profundo. O quizás una puerta hacia lo sagrado, si descubrimos en la quietud una nueva forma de lo divino: una sacralización de lo cotidiano, de esa materia mínima que deja de ser ruido para transformarse en música.
Las obras de Ana Monsó son, en ese sentido, más que pinturas: son umbrales. Espacios donde el espectador es invitado a entrar y permanecer, a callar y mirar, a percibir la vibración de lo que no suena. De tal modo que el silencio no es solo tema: es iniciación, es método, atmósfera y destino. Porque quizá, como insinúa la artista, no todos los silencios suenan igual. Pero todos los silencios auténticos, los que ella cultiva en su pintura, nos devuelven al lugar donde el ruido se disuelve y el ser empieza, por fin, a escucharse a sí mismo.