The Sign is the Circle. Matt Mullican
El encuentro de una voz propia en el arte tiene tanto de descubrimiento como de invención. A partir de un momento dado, lo que siempre se vio de una manera concreta aparece con claridad representado de otra y, desde entonces, este pequeño-gran hallazgo transformará el entorno y el modo de percibirlo, así como el resultado derivado de quien entienda y valore su importancia. Esta epifanía puede ocurrir muy al principio de una trayectoria, y de esta forma asentar firmemente las bases y convertir el recorrido artístico en una continuada prospección de conceptos y formas, de variaciones sobre un mismo tema. En otros casos, el desarrollo de una voz propia no tiene un punto de inicio definido, sino que se desarrolla a través de leves hallazgos, cuya suma resulta determinante vista en perspectiva a lo largo del tiempo. Matt Mullican ha expresado sin ambages que su trayectoria parte de una serie de elementos descubiertos y construidos cuando era todavía un estudiante de arte. Este período de búsqueda interior se construye a partir de los encuentros e investigaciones sobre sí mismo y de las percepciones ajenas, distanciadas, sobre estos hallazgos, que no son otra cosa que maneras más o menos precisas de definir un contorno propio. Tan vieja como la propia vida, la pretensión del artista con su obra es lograr un conocimiento profundo de sí mismo. De ahí que desde el principio, Mullican haya depositado en sus piezas una vinculación directa entre él y el mundo; entre lo terrenal y lo celestial, entendido esto como una bóveda que refleja lo interno y, al mismo tiempo, muestra lo que existe fuera, lo inconmensurable; que circula entre lo que puede pensarse, lo que puede llevarse a término y aquello que no se puede siquiera imaginar. Esta doble exposición en ProjecteSD, Barcelona, y 1MiraMadrid (la primera exposición individual en la villa) actúa como una adición de partes independientes e insustituibles. Es decir, son acciones necesarias y compatibles a un tiempo. De alguna manera, funciona como lo hacía la mítica película de Vilgot Sjöman Soy curiosa (1967), compuesta de dos filmes, Azul y Amarillo, que representaban los colores de la bandera de Suecia. Cada uno mostraba una parte intercalada de la historia, no la continuación de una tras otra como en una secuela. Igual que la cruz amarilla que ocupa el fondo azul de la bandera sueca y que, al tiempo que se funde en este, lo divide en cuatro partes, ambas muestras necesitan ser vistas de manera complementaria para entender con mayor profundidad el trabajo de Matt Mullican. Más aún por la selección realizada en este caso, que se centra en la figura del círculo y que deja al margen otras representaciones de ámbito más general —cosmovisiones urbanas o arquetípicas complejas— de nuestro estar-en-común en el mundo.
