Mascarones. Lluís Ventós
Hay gestos que revelan mucho más de lo que aparentan. Hacer una lista, por ejemplo. Elegir y ordenar los nombres de veintiséis barcos que han marcado una vida. Podría parecer un ejercicio sencillo, pero no lo es. Es un acto de honestidad, de memoria, de coraje, de recuerdos, de ordenar las emociones, de trazar una línea entre el pasado y el presente. Porque poner nombre a los barcos —como quien pone nombre a los sentimientos, a los afectos, a las heridas, a las luces y sombras de uno mismo— significa asumir que todo lo que uno ha sido pasa por estas metáforas flotantes. A Lluís Ventós le han moldeado la obra, pero también el alma.
Esto es lo que ha hecho con esta exposición. Ha vuelto a los barcos que le han atravesado y a los que él ha atravesado. Ha puesto madera, hierro e intuición allá donde otros solo verían una barca. Y ha convertido veintiséis embarcaciones en eintiséis mascarones. Pero, cuidado, aquí no se trata de representar a ningún barco. Se trata de habitarlo, de hacerlo hablar. Cada mascarón es un fragmento de vida; una confesión escultórica; una historia que se despliega como una vela. Son piezas que nacen del tacto, la memoria y el amor. Amor por el mar, por los suyos y por una forma de vivir que es también una manera de resistir. Porque, en realidad, la exposición no es una serie de objetos aislados, sino una sola escultura hecha de veintiséis piezas.
Una obra de formas esenciales, limpias y depuradas entre la geometría pura —círculo, columna, espiral, línea vertical— y la forma orgánica —ala, tentáculo, cuerpo antropomórfico o animal—. Los volúmenes se combinan con frecuencia en juegos de equilibrio sutil, con estructuras que aparentan fragilidad, pero que transmiten solidez interior y siempre tensión entre movimiento y estabilidad. Lluís trabaja la madera en estado vivo, manteniendo los nudos, venas, grietas y cicatrices, como si cada pieza conservara la memoria del material. Textura natural que se combina con superficies pulidas y suaves en contraste con zonas rugosas o inacabadas, para sugerir la dualidad entre lo trabajado y lo vivido. El contraste entre maderas claras y oscuras ayuda a marcar oposiciones simbólicas: luz/oscuridad, mar/tierra, vida/muerte, yo/los demás.
Lluís sabe hacer hablar a la madera, al metal y al vacío. Las esculturas nos hablan de muchas cosas: del descubrimiento y del miedo; de la niñez y la madurez; de la familia, de la amistad y la soledad; de la pérdida y de la esperanza. Son viajes. Son personas. Son todo lo que nos hace frágiles y valientes a la vez. Por eso nos tocan. Porque, al fin y al cabo, ¿quién no tiene sus propios barcos —sean reales o imaginarios— que nos han guiado hasta donde estamos y lo que somos? Está el barco donde todo comienza, como Pepe. Está el que representa el deseo, la libertad o la familia. El que se hunde y deja rastro. El que nos lleva a calas conocidas, como rituales íntimos. El que nos muestra la oscuridad más profunda y el que nos recuerda que, incluso ahí, podemos encender una luz. El que vive y hace vivir. El que se marcha y deja huella. Ha mirado cada nave con el alma, ha escuchado lo que le decían las maderas y ha dejado que los recuerdos guiaran sus manos. Quien lo conozca reconocerá ternura, sentido del humor, tozudez, una mirada afilada y, a la vez, compasiva, y sinceridad sin fisuras. Ni quiere ni puede separar vida y obra, todo forma parte del mismo mar.
No esperéis encontrar respuestas. Quizá ni siquiera explicaciones. Pero encontraréis verdad. Una verdad hecha de formas, de espacios vacíos, de texturas, de silencios. Una verdad que se despliega con la serenidad y la fuerza de quien ha vivido intensamente y no teme compartirlo.
Veintiséis mascarones. Veintiséis barcos. Una sola travesía: la de un hombre, la de un artista, que ha hecho de la escultura su voz y del mar su camino. El viaje está a punto de empezar. Preparaos para zarpar.