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La casa donde vivo – Francesca Llopis

Con motivo de la exposición El otro lado del centre Santa Mònica, la artista Francesca Llopis nos propone una ruta por el otro lado de la Barcelona gentrificada: una ciudad preolímpica, canalla, underground. Una ciudad que todavía no había vivido la carga de ser capital del diseño, del deporte y del turismo de cruceros.

Francesca Llopis nos propone que, en este paseo por el centro de la Barcelona de los setenta y ochenta, nos imaginemos cómo eran estos lugares en un momento histórico de gran potencialidad creativa y social, gran parte de los cuales hoy son irreconocibles. La Barcelona de esta ruta es el otro lado de la Barcelona-franquicia en la que vivimos.

No se trata de hacer un ejercicio de nostalgia estéril, sino de utilizar la carga política de ciertos pasados para reinterpretar el presente. Hacer este viaje en el tiempo nos permite revisar críticamente el relato gastado y oficial de la Transición y la cultura underground en Barcelona y los lugares comunes que llevan asociados.

También vislumbraremos ciertas inercias y resistencias en las prácticas artísticas de una generación que comenzaba a despertar al otro lado del sueño de la razón impuesto por el franquismo. Os invitamos a replicar la experiencia, cotidiana y extraordinaria al mismo tiempo, de una generación que pudo empezar a ver la luz al final de un largo túnel y a imaginar el otro lado de la Barcelona que ahora vemos. Incluso que descubráis los restos que todavía sobreviven.

 

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La casa donde vivo
Ruta El otro lado

Por Francesca Llopis, artista visual

Cuando visitaba a mis abuelos en la calle Comerç, penetraba en el ruido del Mercado del Borne, donde los colores y olores eran bien diferentes de la ciudad oscura y miedosa de finales de los sesenta. El caos de aquel entonces era parecido al que se generó cuando, más adelante, lo recuperamos del previsible derribo a principios de los años ochenta: artistas y poetas organizando conciertos y manifestaciones, era un espacio fantasmagórico y abandonado al cual nosotros dábamos una nueva vida.

Soñábamos con la libertad, el anarquismo afloraba por todas partes, la dictadura había hecho aguas y nosotras lo estábamos celebrando en la calle con aquello que pintábamos, que escribíamos, y con nuestras acciones. Inocentes, por fin veíamos el otro mundo por un agujero. Éramos el underground de la ciudad, las noches acababan en el Zeleste, el mejor bar de la historia, diseñado por Sílvia Gubern y Àngel Jové (Silvia también creó la portada del disco Qualsevol nit pot sortir el sol).

Entre 1977 y 1982 viví en la calle Trafalgar, en la calle Princesa (en la casa donde nació el pintor Rusiñol) y en la calle Milans. En aquel tiempo me hice clienta del bar Kentucky, frecuentado por aquel entonces sólo por marineros, camioneros y señoras que se sentaban aburridas en un largo banco. Los billetes y fotografías de barcos que revestían las paredes nos transportaban a países extranjeros, todo bien regado de absenta y con músicas lejanas que nos hacían soñar.

La casa donde vivo desde 1983 estaba situada exactamente al otro lado, en “territorio apache”. El paseo de Sant Joan marcaba la frontera con un barrio extramuros lleno de almacenes de textil que en los noventa se transformaron en comercios chinos. Al lado de la estación del Norte había pensiones y bares de travestis con clientes que trasitaban noche y día y que se acabarían convirtiendo en los blade runners de mis pinturas. Recuerdo a una con su exuberante abrigo peludo blanco, contorneándose medio desnuda para ir a comprar al Mercado de Santa Caterina como un fantasma surgido del más allá, después de una noche de drogas y sexo; desentonaba totalmente entre las mujeres que iban a hacer la compra para las familias, a las que que por otro lado ni les llamaba la atención.

Por entonces el Arco del Triunfo era un monumento un poco triste, de una ninguneada e incomprendida arquitectura modernista, los coches le rodeaban. Durante una fiesta por mi cumpleaños coincidió que alguien había quemado allí un coche y lo interpretamos como un regalo que me hacía la ciudad. Entre los Encantes y el mar veíamos fábricasque tenían una nueva función: cobijaban a desplazados que vivían entre los matorrales y construcciones hechas de materiales reciclados, números de madera, palabras de anuncios. Era otro mundo que transitábamos con curiosidad y cierto recelo, y que nos servía de inspiración…

En 1985 mostré en la sala Metrònom Barcelona trasbalsada, una serie de pinturas monumentales con visiones de la ciudad desde el mar hasta Montserrat, de sur a norte, pobladas por dioses venidos del más allá que recorrían el puerto y que se mimetizaban con las grúas. Metrònom era un espacio de arte y música contemporáneas donde exponían artistas nacionales e internacionales, un punto de inflexión y referencia en la transformación cultural de la ciudad.

En la calle Montcada estaba la galería francesa Maeght (ahora Moco) donde expusieron, entre otros, Xabela Vargas, Robert Llimós, Miró y yo misma. Las inauguraciones eran un acto especial. Había un ruido y una vitalidad extraordinarias que nos llevaban a otra realidad, como si estuviéramos en París o Nueva York, o eso nos parecía.

Un día Marta Taché, soñadora cultural y cómplice de artistas, me invitó a pintar en medio del nuevo paseo Picasso, donde acababan de instalar una escultura de Tàpies. Fue una situación surrealista, ya que a mi lado había una yegua que se comía la paja de un bulto donde yo estaba sentada dibujando. Pasado el miedo y tras un rato, establecimos un intercambio de miradas manteniendo la serenidad, como si aquello que estaba pasando fuera lo más normal.

Cuando atravesábamos la noche para ir a los bares como el Sukursal, El Cangrejo, Este Bar o el Metropol, nos disfrazábamos con trajes que nos habíamos inventado en casa. El diseño era una constante.

La liberación sexual fue otro cambio de paradigma; por fin las mujeres podíamos decidir qué queríamos hacer con nuestro cuerpo. En la calle Bruc con Ronda de Sant Pere había un centro feminista donde, si por desgracia tenías que abortar, te daban los mejores consejos, ya que la ley aún tardó en hacerse realidad.

La Rambla era nuestra: arriba y abajo, recitando la vida, exhibiéndonos y manifestándonos a cualquier hora. El Teatro Principal acogía la Cúpula Venus con la Orquesta de señoritas dirigida por Pavlovsky y los billares Monforte, que competían con los billares del cine Coliseum de la Gran Via, un ambiente cargado de humo de cigarrillos que esbozaba sombras de seres, donde sólo faltaba la aparición de Humphrey Bogart a contraluz desde la puerta del local.

Nos refugiábamos en los hornos de pan del Raval, como el que había donde ahora está el Makinavaja, a tomar café, ensaimadas y bocadillos calientes para no parar ni un momento. La Rambla nos enviaba a otro mundo: marineros americanos con sus gorros que a Artaud le habrían gustado tanto, la sucesora de la Moños delante de un Liceu libre de barreras, el cowboy y la tieta que tocaba el organillo de pilas… Las sillas con señores, los limpias y las pajarerías abrían los negocios bien temprano.

La Avenida de la Luz estaba bajo la calle Pelayo, atiborrada de tiendecitas, baretos y trotamundos, donde estaba el pequeño cine El palacio de la Risa. No recuerdo qué películas veíamos, pero seguro que eran un viaje al otro lado de la noche. ¡Todo estaba abierto a todas horas!. De día pintábamos, editábamos, currábamos. De día bailábamos, conspirábamos, nos drogábamos, amábamos… Era un no parar.

La Barceloneta estaba llena de chiringuitos y pequeñas piscinas. Mi grupete prefería el Salmonete, con la Carmen al frente. Cocinaba las mejores paellas, nos daba los mejores alcoholes y el Bernardo recitaba poemas. Desde allí mirábamos el mar y a la gente que pululaba por la playa; las horas pasaban y se creaban nuevas situaciones. Mientras hablábamos de las carencias, que eran muchas, poníamos en marcha proyectos pensando que cambiaríamos el mundo.

En la cima de la torre del teleférico de San Sebastián, envuelto por las brumas del mar, había un local popular que servía paellas con una visión aérea del puerto. Por debajo estaban los Baños de San Sebastián, con tres piscinas, matorrales y palmeras, y un casino de la época de la Exposición Internacional de 1929 en ruinas que confería una solemnidad cutre al entorno. Allí, Violeta la Burra tomaba el sol con trajes estrafalarios y un posado provocativo.

Habitábamos las Golondrinas, donde hicimos performances en medio del mar y muchos viajes de amor. A primera hora de la mañana, cuando la bruma provocaba que la mar se viera blanca como la leche, íbamos al Rompeolas —tradición barcelonesa— y nos estirábamos en las plataformas de madera de los pescadores, sostenidas sobre el mar. Entre los pilotes de hormigón alguien había construido un pequeño paraíso para hacer comidas familiares entre el cemento. También las grúas del puerto esparcían sus colores sobre la ciudad que se despertaba. Aquello me llenaba la cabeza y las pinturas brotaban en el estudio, que se llenaba con aquellos colores. A menudo desayunábamos en el Mercado del Pescado, junto a la Torre del Reloj, casi en el cruce imaginario del Paralelo con la Meridiana, después de haber saltado de un lado a otro con la música de los Turmix, que nos transportaba hacia el infierno, o al cielo, que es ese lugar donde ponemos todo lo que no sabemos exactamente qué es, pero que no queremos perder.

Ruta Graf en colaboración con Santa Mònica. Texto de Francesca Llopis, artista visual.

Esta ruta es una colaboración con Santa Mònica como parte de la exposición El Otro Lado.

Traducción del texto por Victoria Macarte.