La guerra, el silencio, la multitud
“Es un error dar por hecho lo que fue contemplado”. Con esta sugerente cita de Carlos Oroza empieza Agustín Fernández Mallo su última novela, Trilogía de la guerra. Pero más que una simple cita, la frase se convertirá en un leitmotiv que aparecerá varias veces a lo largo del texto, obligando a los personajes a reflexionar constantemente sobre su significado. En Trilogía de la guerra se habla sobre la(s) guerra(s), sí. La Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Vietnam o la Guerra de Siria aparecen entre sus páginas, pero en el fondo dichas guerras no son más que la excusa para hablar de todo lo demás: de la condición humana, de la imposibilidad del silencio, de la soledad, de las nuevas tecnologías y de cómo estas modifican nuestro comportamiento, de las relaciones entre humanos y de las relaciones de estos mismos humanos con su propia Historia. Dicho esto, podría parecer que se trata de una novela pretenciosa, bigger tan life, escrita con la única intención de trascender y suponer un hito en la historia de la literatura del S XXI. Pero la capacidad de su autor para fijarse en los detalles más nimios o insignificantes y encontrar la infinita belleza que puede haber en ellos, le aleja por completo (y por suerte) de esta intención. La mente analítica de su autor provoca el encuentro (tal vez, no tan fortuito) entre la ciencia y la poesía, sobre esa mesa de disecciones que es la novela. ¿No tendrán acaso ambas cosas, ciencia y poesía, mucho más en común de lo que nos imaginamos?
Ya en las primeras páginas, el protagonista del libro primero define el silencio como “un relato fantástico construido por nuestra cultura, un concepto, en definitiva, inventado”. Dicha frase me lleva automáticamente a pensar, como no, en John Cage. En su experiencia dentro de la cámara anecoica de la universidad de Harvard. En el sonido de su sistema nervioso y de su circulación sanguínea. También en 4’33’’ y en todos los artistas que han sido influenciados por Cage. También, por dar un salto hasta el momento presente, en las obras de Allora & Calzadilla que hay expuestas en la Fundació Tàpies. Y también en el coro de voces anónimas que inundan las salas de la exposición Retratos de la multitud, que recoge los últimos nueve años del trabajo de Natalie Bookchin. O incluso, en el desconcertante y arriesgado musical que ha dirigido Bruno Dumont sobre la infancia de Juana de Arco.
Podría fácilmente imaginar al protagonista del libro primero de Trilogía de la guerra visitando la exposición de la Fundació Tàpies. Observando, en el centro de la sala (o tal vez en una esquina), un piano preparado. Muy distinto, eso sí, a los que utilizaba John Cage. En este caso, con un agujero en el centro del instrumento del tamaño justo para que una persona se pueda introducir en él y pueda tocar (con dificultad, ya que tendría que hacerlo del revés) el cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de Ludwig Van Beethoven, tema que a lo largo de la historia ha sido utilizado en contextos como el Tercer Reich o la Revolución Cultural China.
El sonido es, sin duda alguna, el principal elemento que estructura la exposición de Allora & Calzadilla: el de ese piano preparado, el del hombre con la voz más grave del mundo, el del instrumento musical más antiguo que jamás se ha encontrado, el de los soplidos de cuatro intérpretes ante una piedra del periodo hadeico o el del silbato que nos alerta de las injusticias. Imagino que el protagonista de Trilogía de la guerra visitaría la exposición con curiosidad, pero sobre todo con empatía. Porque las reflexiones que proponen las obras de Allora & Calzadilla acerca de temas como la crisis económica, el papel de la guerra en distintos momentos a lo largo de la historia, el colonialismo o el cambiante valor de un gesto en función del contexto en que se ubica son, en el fondo, muy parecidas a las que se realizan entre las páginas del libro.
También puedo imaginar a este personaje asistiendo a un pase de Jeanette, la infancia de Juana de Arco, escuchando con atención las palabras de una joven Juana low cost y experimental, que expresa su disidencia, su disconformidad ante el mundo y su impotencia ante la guerra cantando, sin miedo alguno a desafinar, dejándose acompañar en su aventura por la música de Igorrr, músico francés influenciado (a partes variables) por el death metal, la música barroca o el trip hop.
Del mismo modo, todos los personajes anónimos que habitan las obras videográficas de Natalie Bookchin podrían aparecer como extras en el libro segundo de Trilogía de la guerra, ambientado en Estados Unidos. Personajes que se sirven de Internet y las redes sociales para hacer terapia, para confesarse, para opinar, para decir cosas que de otro modo no dirían, para ser ellos mismos pero al mismo tiempo ser otra persona, para conseguir likes, para ser populares, para ser aceptados, para ser queridos, para intentar integrarse en una sociedad que, en un exclusivista ejercicio de neoliberalismo centrífugo, expulsa de su núcleo a aquellos individuos que no están dispuestos a dejarse someter por las leyes de la oferta y la demanda. Mediante su aparición en Internet dichos individuos, incluso sin conocerse, desarrollan una suerte de comunidad digital que los mantiene unidos, conectados por esa particular empatía que provoca la soledad compartida. El espacio público ha acabado por privatizarse y el espacio doméstico, antaño privado, se ha convertido en un lugar público. Hemos dejado de reflexionar sobre la extimidad porque la hemos interiorizado, como ya nos pasó con la precariedad, el capitalismo o la reproductibilidad de la obra de arte.
“He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por Facebook”. El protagonista de Trilogía de la guerra piensa en esta frase que parafrasea el famoso verso de Allen Ginsberg. Sé que no me la tengo que tomar del todo en serio, pero creo que es importante que la tenga en cuenta.
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Texto de Marla Jacarilla para GRAF. Marla es artista, crítica cinematográfica y escritora.