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Una escuela de la noche
En la noche hay todas estas luces que parpadean. Esto lo dibujé en verano mientras veía los faros de los coches en la carretera y alguna iluminación extraña en el cielo, había cicatrices luminosas y piedras-espíritu. Había una sensación de aterrizaje al llegar a la orilla con las últimas fuerzas. Me costaba dormir y salía al porche a mirar y a quedarme muy quieta ahí en esa noche que parecía abrazarte. La noche como entidad de poder, que no puede existir sin esas pequeñas formas, manchas o rastros de luminosidad. La oscuridad, con su alcance abisal que se aleja de la comprensión cartesiana, pone a la capacidad humana en un límite que puede ser afásico y polifónico a la vez. Ambas me parecen entidades desde las que poder hacer emerger nuevos sistemas de creencias. En el mito clásico, Nyx pone un huevo de plata del que nace Eros con las alas de oro, en el principio hace de generadora de todo lo creado. Como Anna Karina en Alphaville, transfigurando Capitale de la douleur de Paul Éluard: par besoin de savoir, j’ai vu la nuit créer le jour. Dejando atrás el binarismo, la poesía como arma de un imaginario ejército de la noche.
Esto ya lo he hecho antes, me voy desde Enric Granados esquina París a la Miró a pie, por un lateral de Montjuich con unas escaleras eternas, tomándome mi tiempo, pero voy muy rápido. El autorretrato de Lee Miller es lo primero que veo y, más que un cuerpo humano, parece una pieza de mármol rodeada de negro. Me cuesta hacer una foto porque el cristal me refleja, y cuando salgo de plano refleja otros cuerpos que deambulan como yo, y cuando no hay nadie se ven los cuadros de la pared de enfrente. Lo doy por perdido pero vuelvo desde la sala siguiente para fijarme en su cara. Es eso lo que me fascina en realidad, la proporción de su boca y de su nariz, una especie de sonrisa interior o expresión indefinida de alguien que parece no haberse perdido a sí misma. Me hace pensar en esas apariciones oníricas donde varias personas se fusionan en una nueva, irreconocible. Esta fluidez de la identidad, como la fluidez semiótica, es inquietante y tranquilizadora a la vez, las posibilidades de ser, poder performar existencias rizomáticas, movimiento perpetuo. Además de sus fotografías en blanco y negro, algunos momentos preciosos del Surrealismo europeo del siglo pasado, y sigo con este sueño lúcido. La Octavia de Roland Penrose, con su pelo rojo que se transforma en cadenas y el ojo egipcio que la observa desde el horizonte. Los ríos cálidos de colores que se deslizan por la escalinata de una iglesia pagana de tonos nude, con sus dos cúpulas que recuerdan tetas femeninas, en el óleo Rivières Tièdes (Méditerranée) de Ithell Colquhoun. Las ondulaciones casi caleidoscópicas que me hacen pensar en estómagos, esófagos, intestinos y voces lovecraftianas en la Composition de John Selby Bigge. Y un momento estelar, Max Ernst y Leonora Carrington reencontrándose brevemente, juntos y a solas en una pared de la Fundació Miró. Cómo admiro las historias de amor imposible, y qué poco me interesan. A la izquierda, el paisaje de Ernst, bellísimo, calculado, con las texturas aterciopeladas que te atraen de forma irresistible, se entrevé un camino entre crecimientos vegetales y una luna diminuta en lo alto, casi transparente (Arbre solitaire et arbres conjugaux). A la derecha la Pastoral de Carrington, más pequeño y oscuro, un lugar en medio del bosque donde viven estos espectros delicados y hacendosos, los animales salvajes y las mujeres se hablan, se escuchan, las brujas te protegen desde las copas de los árboles y todos los seres imposibles son posibles; una densidad de alusiones que me niego a destripar con eficacia, desde el arte primitivo, la mitología clásica, El Bosco, Lewis Carroll, hasta la ilustración infantil. Le escribo por el móvil a Lucía C. Pino por si está en Salamina y me voy ya del museo. Bajé una vez esta montaña mágica con Lucía y Consol. Lucía llevaba una chaqueta nueva de poliéster de un color blanco con un brillo particular. Nos dijo que había que pedir un deseo tocándola, y lo hicimos. La chaqueta de Consol era dorada y las dos eran como luces móviles que se confundían con los resplandores de los coches.
Me iba a meter por los polígonos pero pregunto y una chica me dice que vaya con ella, y Salamina al final está más cerca de lo que parecía. La escalera del edificio está a oscuras pero he visto las ventanas iluminadas desde la calle. Lucía me explica un poco la génesis del lugar, estamos solas y el espacio tiene una luz muy fuerte estilo quirúrgico. Gentrificación y nuevos circuitos del arte en L’Hospitalet. En su parte del estudio veo obras embaladas, restos de materiales, brocas, piecitas de espejo, botes de plástico, una gorra de seda de color rosa. Las obras que puedo ver son un re-hacer, un ciclo de materia, un dar y recibir espontáneo y movido por el deseo. Pienso en los objetos-amigos-amantes-camaradas que menciona Hito Steyerl en The Wretched of the Screen. Cuando habla, Lucía repite varias veces la palabra deseo, y su trabajo me parece confirmar una intuición sobre la naturaleza de un arte político radical. Me explica su interés por el bioplástico y cómo sus piezas dejan de existir y mutan entre lo inesperado y la incógnita. Tengo una curiosidad muy fuerte por uno de sus proyectos en concreto, Torrent Echidna Attractor, que pudo verse en Arts Santa Mònica en 2017 con el comisariado de Sonia Fernández Pan. Conversamos mientras bebemos una taza de Eko, esa cosa que parece café pero son cereales y está más bueno. Ese ensamblaje macro de piezas, mezcla de brutal, frágil, hiriente y caótico era un bicho, lo que podrías ver por un microscopio ampliado a escala tornado emocional, y que podría concentrarse en el término bios, la vida orgánica y profana. Esto es bastante exactamente lo que exuda el trabajo de Lucía C. Pino, unas entrañas que se intuyen detrás de una piel translúcida con una fuerza primordial y contenida. Se hace un poco tarde y nos vamos hacia la parada de metro, hoy había una manifestación en apoyo a las mujeres andaluzas contra el fascismo, y salen muchos nombres mientras caminamos por la calle Santa Eulàlia, Donna Haraway, Helen Hester, Sara Ahmed, Audre Lorde, y sobrevuela una urgencia.
No sé muy bien de dónde parte este impulso, el arte clásico y en general todo lo anterior a lo que se denomina contemporáneo me atrae como un polo magnético. El MNAC inauguró hace justo un año un nuevo recorrido de piezas de Renacimiento y Barroco. Me voy a meter ahí toda la mañana, las paredes son azules y esta nueva narrativa expositiva reúne alrededor de 300 piezas, algunas préstamo de la colección Thyssen-Bornemisza y otras que se exponen por primera vez. Me interesa la libertad que siento al intentar descifrar códigos sin las herramientas adecuadas. Las caras me resultan familiares, las posiciones de los cuerpos, especialmente las manos, luces y tejidos de colores sin actualidad. Y los fondos negros, una y otra vez, como un paisaje astral sin telescopios, como reiterar cierta imposibilidad de la mirada ocular que abre paso a una mirada casi esotérica en su visceralidad. Este nuevo relato está dividido en 38 salas, agrupadas por temáticas; en “Amor y maternidad”, la figura religiosa femenina de mater dei / amabilis / misericordiae / dolorosa y la estampa normativa de la sagrada familia se repite hasta la saciedad. Una de las piezas sobresale con una visión desbordada fuera de esa feminidad rígida ortodoxa, La Virgen y el Niño con santa Isabel y san Juanito de Rubens: pliegues de carne se confunden unos con otros, brazos, manos, pechos, bocas, un cordero de pelo casi tocable, las tonalidades de rosa se difuminan unas dentro de otras en una especie de vórtice a cámara lenta de sensualidad blanda, cero virgen y cero santa. La sala “Místicos y visionarios” sigue la tendencia general, exceptuando la mencionada anteriormente, de presencia predominante masculina; pero hay dos anomalías interesantes, la Santa Inés de Massimo Stanzione y la Santa Cecilia de Tiepolo: ellas me gustan porque sus expresiones huyen del dramatismo exacerbado de los cristos gore de la sala “Pasión y sacrificio”, y aunque siguen la línea de la mirada dirigida a las alturas, me parece ver un pragmatismo terreno, un misticismo más asociado a economía doméstica y preocupación por los cuidados. Ambas dialogan con seres vulnerables que devuelven una especie de respuesta: Inés acaricia a su cordero que te mira resignado y humano, se le puede imaginar pensando en cómo aguanta en silencio los viajes extrasensoriales de su compañera; Cecilia, con un collar de perlas estrangulador, intenta tocar el clavicordio con el bebé-ángel apoyado en su hombro, que parece suspirar pidiendo otro trozo de pastel. Es posible un rescate de la idea de lo femenino más allá de la sublimación condescendiente, situándonos en terrenos emocionales abruptos, difíciles de acotar por la mirada de un agrimensor patriarcal; es posible, pero de las aproximadamente 300 obras de esta nueva presentación, solo una de ellas es creación de una mujer. Tengo que volver a lo del fondo negro. Como una membrana, una noche interior rodea la figura del San Francisco de Asís según la visión del papa Nicolás V de Zurbarán. Su cara es como una luna con su parte derecha oculta en la sombra, consigue transmitir una empatía peculiar en su éxtasis, sus manos dentro de un triángulo negro en el centro de su cuerpo. La brecha del pliegue de su hábito, los huecos de su capucha a los lados de la cara, son una especie de fugas por donde el monolito se redondea y ondula hacia una masculinidad con potencial para algo nuevo. O así se podría desear, cuando ya se hace aburrido ver tanto hombre seguido, santo, poderoso, venerado. Aburrido. Una vez intenté escribir algo sobre una serie de dibujos que empecé hace un tiempo, Nightdrawings. Tenía que ver entre otras cosas con desaprender, y me imaginé que sería alumna en The School of Night, también un all-male panel, aunque Walter Raleigh, Christopher Marlowe y el resto de conspiranoicos isabelinos no me parecían tipos aburridos en realidad, proponiendo una sociedad secreta de ateos anarquistas a través de un enfoque filosófico-científico que se oponía a los valores canónicos de la época.
Las sociedades secretas institucionalizadas y cómo reventarlas es algo que aparece en las palabras de Sara Ahmed, en la conferencia Alzar la voz en el CCCB. Cuando bajo Aribau yendo hacia allí se ve ese degradé rosa-naranja-lila a lo lejos después de la noche del eclipse en Leo. Sara tiene cara de rasgos infantiles y gesticula de forma suave y expansiva, me hace intuir un pensamiento flexible, no dogmático. Estructura su conferencia alrededor de las figuras de la ventana abierta y la puerta cerrada, haciendo referencias a emails y documentos relacionados con la queja como procedimiento administrativo. Es el alzar la voz y el salir de ese secreto de la institución patriarcal, de la sensación de enclaustramiento y falta de oxígeno de la voz disidente del feminismo no blanco, la filtración, el killjoy de todas las fiestas. Me parece muy gráfica su alusión al sonreír en público, sonreír para la foto, reír las gracias, callar la boca para no ser tachada de corta-rollos – smile, don’t ruin the picture Sara. Y si no sonríes, serás eliminada de la imagen, con la alienación que eso conlleva y tus entrañas como a través de una picadora de carne. Así el cuerpo se pone en juego: ante el ataque paralizante éste deja de funcionar de forma orgánica, el cuerpo está en el documento, en la queja misma que se intenta redactar. No hay nada que se circunscriba de manera esencial a la institución, que la aísle, a ella y a sus flowcharts, regulaciones y formulaciones burocráticas, lo personal es institucional. Lejos de ese positivismo y alegría fake del capitalismo, el planteamiento de Sara Ahmed del feminismo como aguafiestas acaba yendo más allá, estilo Casandra en el mito griego: feminism as the writing on the wall. Esta expresión siempre me ha fascinado. Como muchas frases hechas de uso relativamente común en el contexto anglo-sajón, es una referencia bíblica, esta concretamente del Libro de Daniel – la aparición de un texto incomprensible en una pared, que profetiza el hundimiento de Babilonia. Suele asociarse lo infantil con lo ingenuo y frágil, con lo femenino por correlación, pero puede leerse ahí una visión holística de las cosas, donde lo intuitivo y emocional tiene un poder que la racionalidad cartesiana (la separación artificial entre mente y vísceras/espíritu/corazón) no llega a alcanzar; como los saberes deslegitimados, no-occidentales, arcaicos, nocturnos, que quedan como curiosidades etnológicas del saber canónico colonial. Me levanto para irme y me resuena una frase, que es como la fluidez interna del discurso de Sara Ahmed: like in a dream, when you jump from narrative to narrative.
Me imagino que estoy sola un momento junto a esta percepción, como si hubiera una arteria que nos conecta temporalmente. Los graves entran por los pies y suben por las piernas, está bien estar presente así, ni hablar ni pensar en nada. Estoy en la Sala Vol viendo a Zen55 porque le pregunté a Ikram Bouloum Sakkali cuándo podía ver algo de lo que hacía. Esto es un poco como lo del arte clásico, la electrónica me resulta familiar como si fuera un idioma que conociera sin haberlo leído nunca. El evento que Zen55 organiza junto a Drakis trae a la ciudad a artistas del sello de Shanghái Genome6.66 (R.V.E, Noctilucents, Kilo Vee y Rui Ho). Cuando veo a Ikram y David sobre la tarima pienso en la relación entre lo que hacen y la escritura, ese instante de soledad con una misma frente a algo que se construye, y aquí el sujeto de la frase es móvil, lo construyes, te construye, un lenguaje que no se puede acabar de aprender. Hay en este sonido una especie de fuerza de trabajo mística, como un grado de abstracción que huye de ser medido o dirigido. Sus manos y sus cabezas, la concentración emocional, los movimientos que se encadenan unos con otros. Los sonidos que emiten te mueven, ni siquiera sé si estoy bailando, el cuerpo se está moviendo, como latidos acelerados que hacen que las costillas tengan que dilatarse, una vez y otra y otra. Las visuales de Demoniolaplace tienen un efecto acogedor, objetos o personas vistas de pasada en penumbra, paisajes diseñados en el sueño, las rocas del Cthulhuceno en un videojuego, torres eléctricas, cielos violeta, el ruido de un televisor sin programación, el cuerpo en gestación en una ecografía 3D, con todo ese líquido amniótico negro a su alrededor que se replica en la oscuridad de un club. Tal vez esa frecuencia familiar es la naturaleza heterodoxa de la propuesta misma. Zen55 es un proyecto colectivo de Ikram con David M. Romero, Arnau Sala, Sergi Botella, Isamit Morales y Rubén Patiño, que encierra un código anómalo desde su propio nombre – leído en catalán aparece un número, 155, ese artículo de la Constitución española que se usa para castigar a las niñas y niños que se portan mal. Este gesto, desobedecer, plantear una posibilidad disidente frente a una normatividad, en este caso en el ámbito de la electrónica, es lo que orbita alrededor de una iniciativa que elegantemente le da la espalda a lo que Comolli llama “la luz cegadora del espectáculo”.
Si en una escuela de la noche de un futuro xeno se estudiasen nuevos fundamentos ontológicos, tal vez aparecería en los apuntes de las malas alumnas algún axioma perturbador: “la noche es un cuerpo”. Desde algo así, disparar la polisemia, las visiones, hacer presentes músculos, tendones, zonas blandas, articulaciones que salen de un cuerpo en singular y se cosen y se descosen como unos puntos en la frente con otros cuerpos, en una oscuridad sin delimitar, formas circulares que vibran juntas casi imperceptiblemente.
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Texto de Alba Mayol Curci para a GRAF. Alba es filóloga y artista visual.