Caverna. Isabel Rabassa
Comisario – Matías Krahn Uribe
«La obra reciente de Isabel Rabassa que conforma Caverna es el resultado de un proceso de tres años de indagación profunda, de
introspección y de acecho interno, de la cuales he sido testimonio directo. Como la guiara el ermitaño del Tarot, Isabel se desconectó unos años de las redes, se despojó de su identidad y se adentró en las profundidades de la psique y del inconsciente, sin garantía de resultado, con la única guía de su intuición como bastón para tantear, paso a paso, un terreno oscuro, de un candil (fe y confianza en que en al aún punto saldría de ahí) y una túnica de invisibilidad y protección. Como una submarinista de inmersión, como una aventurera en búsqueda de una montaña mágica, como una minera cavando para hallar una gema, o una buscadora de visión en el desierto, desapareció anhelando una
muerte simbólica y un renacimiento.
Salió viva y ha dejó por el camino fantasmas, sombras y sacos de oscuridad, cuyo testimonio son una treintena de pinturas monocromas y prácticamente negras, en las que a penas se vislumbra una tenue luz. Se atrevió a abandonar el expresionismo, la expresión volcánica y los impulsos vitales de su yo anterior, una suerte de reconfinamiento voluntario hacia las catacumbas del inconsciente colectivo. Tan personal como impersonal, resultaba difícil entenderlas, como a ella en esos momentos. En esas pinturas negras se percibía la oscuridad de
las esta- lactitas, el frío y las gotas de lluvia en un espacio inhóspito y desamparado. Como testigo de ese momento vital y creativo, y conociendo su fuerza vital y optimismo, confiaba en que en al- gún momento saldría renovada. Y así fue. En cuanto a amigo y también como pintor, de lo poco que podía decirle al respecto de la “serie negra”, no sin cierta ironía, era: “¿Y para cuándo pintas un guacamayo?”. Obviamente no era un comentario simpático pero me lo imaginaba como un hilo rojo de vuelta a la luz y el color.
De esos monocromos gélidos y misteriosos, que tardaremos en entender y valorar, de la tenue luz de los reflejos espectrales en
el agua de la caverna, fue apareciendo el color, el amanecer, pájaros, caballos, animales y figuras. Las oscuridad empezó a reflejar sombras en las sombras, adquiriendo una vitalidad inaudita, Las pinceladas comenzaron a juguetear. Antes de adentrarse en esta cueva simbólica, para ella sentarse a pintar pequeños formatos con delicadeza hubiese sido como una silla eléctrica, al igual que una tortura el reducir los formatos, cambiar de pinceles, paleta y materiales. Soy testimonio de su búsqueda como pintor y como amigo y considero que esta obra es excepcional en estos tiempos repletos de imposturas, copias, refritos y de Inteligencia Artificial. Lo primitivo y lo sofisticado se dan cita en esta nueva obra, repleta de misterio y de gracia. No hay disfraz. Ta vez, referencias al simbolismo y atisbos del postimpresionismo, del expresionismo alemán o cierto arte outsider y marginal. Más allá de la belleza de estas obras, quedan en Isabel una cuantas cicatrices que atestiguan la luz de una mujer valiente que se observa y no tiene miedo a resurgir de las cenizas, que ha viajado a su interior y ha madurado. No es una cuestión de estilo ni de pose, es una actitud vital, que de por sí otorga, en estos tiempos impostados, valor a esta obra.»
